Llegamos a Cusco la tarde de un sábado. Después de encontrar un alojamiento incómodo, por no decir también inseguro, caminamos por la ciudad.
Como no teníamos rumbo, recorrimos callejuelas de piedras brillantes por el uso, plazas de rápidos vientos fríos y varias cantinas. Recorrimos los cerros y las tiendas, y el cielo se oscureció. Durante un momento no comprendimos que nos rodeaba una soledad extrema en un lugar desconocido. Nos detuvimos a fumar algo. Aparecieron entonces dos taxis. Les ofrecimos la mitad de lo que nos pedían por llevarnos a nuestro hotel. Aceptaron. Nos dividimos en los dos autos y surcamos la noche plateada y oscura de Cusco.
En las plazas del centro de la ciudad me había llamado la atención la tenue luz de las farolas que las iluminaban con la pureza de la luna. Las piedras aparecían, antiguas y remotas, por la voluntad del pabilo que iluminaba por aquí y por allá de la mano del viento. La penumbra mantenía vivos los espíritus ancestrales.
Cuando el recorrido se volvía más largo de lo que esperaba, y luego de advertir que la iluminación era diferente, supe que podíamos estar en cualquier punto de esta grandiosa ciudad. Sentimos miedo.
Poco tiempo después nos encañonaron con sendos revólveres mientras nos quitaban los objetos de valor. Yo, ebrio como estaba, me envalentoné y desarmé al que me estaba apuntando. No tuve tiempo para desarmar al otro. Nos robaron todo. Yo fui el único que murió.
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