viernes, agosto 14, 2009

Explosión

Las noches de verano en las ciudades andinas son extremadamente frías. Aunque el aire esté libre de humedad, ráfagas de viento helado atraviesan todo lo que se cruza en sus caminos con sus heladas agujas, y hacen preferible quedarse en casa, o al calor de alguna taberna, esperando un momento más propicio para salir por allí a dar un paseo. Esta quizá no fue la primera causa de la cadena lógica que derivó implacablemente en mi muerte y en la de mi amigo, pero es la primera que puedo reconocer.
Esa noche preferí quedarme en casa, fumando y escribiendo un poco. Llegó entonces un amigo, quizá azuzado por las mismas razones que yo, y me invitó a fumar alguna cosa. Llené mi pipa, cogí cigarrillos y fosforera, y lo seguí por las escaleras interminables, iluminadas automáticamente en cada descanso, que conducen a la puerta blanca, grande y sencilla que abre el paso a la terraza.
Afuera, en la terraza, la ventisca soplaba encarnizada, violenta, expulsándonos de sus dominios como si fuéramos parias. Pero no podíamos fumar en otra parte, pues el olor que emanaría, perfectamente reconocible, podría ocasionarnos problemas. No teníamos elección.

En mi calamitoso estado actual, que no podría reconocer como anterior o posterior a mi muerte, tengo un recuerdo persistente, que viste los ropajes de la pesadilla. Recuerdo haber leído, alguna vez, las instrucciones de uso de una fosforera de bolsillo. Creo que nadie jamás lo ha hecho, pues todo el mundo sabe como funciona una fosforera. Es un mecanismo muy sencillo que nos da el poder mágico de lo que yo considero la tecnología más útil jamás alcanzada por el hombre; quizá el giro definitivo de nuestra evolución.
En las sencillas instrucciones donde nada resultaba novedoso para mí, apareció, sin embargo, un dato de mucha utilidad, que podría haber prevenido nuestro accidente. Decía, sin dilaciones y en una sola oración muy concisa, que no debía mantenerse encendida más de treinta segundos.

La noche del verano hacía imposible nuestra tarea. Soplaba tan fuerte que no era posible mantenerla encendida el tiempo suficiente para encender nuestras pipas. Entonces se nos ocurrió una idea muy práctica. Nos cobijamos junto a la pared izquierda de la puerta de la terraza, y nos agazapamos para mantener la fosforera lejos del vendaval, y poder encender lo que queríamos.
Luego de varios intentos, por fin logramos que encendiera. Nos acercamos ansiosamente para prender nuestras pipas, y tácitamente decidimos mantenerla encendida pues difícilmente lograríamos encenderla nuevamente. Así, nos turnábamos sobre el fuego aspirando profundamente, y exhalando con placer en el frío de esa noche, salpicada de estrellas y luces de los edificios que se levantaban para profanarla.
De pronto ocurrió. Recuerdo una luz intensa que todo lo abarcó de pronto, y un calor infernal que se posaba sobre mi piel y mi ropa. Ardí enloquecido por el dolor y volé algunos metros hasta estrellarme violentamente con el piso. Allí, tendido boca arriba, contemplé un cielo negro y estrellado que poco a poco, y a pesar del poder de las llamas que se cerraban sobre mí envolviéndome en su abrazo, se precipitaba en el abismo más oscuro.