¡Guarda en tu cuerpo este océano
de palabras oscuras
que sólo se pronuncian
por la noche!
De tus caderas me queda
el recuerdo del agua
que las desborda.
Y la luna en tu pecho,
y tu pelo que danza sobre mi pecho.
Acostada tu cuerpo parece una nube
o el canto del cielo limpio.
La ciudad que nos cobija entre sábanas,
que te esconde y luego te empuja lejos
de la muerte
Empujada, te vas llenando de color,
tu rostro pálido se transforma
se converge hasta el paroxismo
de la siguiente acometida.
¡Las trampas que he de inventar,
en la madrugada –la hora en que tus senos brillan en la oscuridad!
Los olores, que se graban como signos,
como líneas, curvilíneas, y círculos y espirales
entrecruzados en el abrazo
en el cuello que recorre mi nariz, que inhala
tu aire, que se escapa por mis dedos
que se retiene en mi sangre.
Ahora me ves y yo veo:
Tu simpleza
Tus ganas
Tú,
Ondulante tú,
Tus piernas (no sé cuantas)
Tus dedos que aprisionan mi corazón
Y un silencio que se ahoga a nuestro rededor.
¡Ondulantes las formas que miras, las mentiras
que cargas, la capa de ozono que te cubre frente a los demás!
En la humedad de la noche, de tu cuerpo sobre el mío,
de mi mano en tus caderas, del tiempo que recuerda,
de la luna en las sábanas, del reposo en el ahora,
de mi mente que divaga, de la ciudad que se levanta,
y te levantará, y te llevará de mi lado si te vas
con estas palabras de la noche.
jueves, octubre 18, 2007
SUEÑO
Cuando escojo este ahora entre todos,
En mi pecho las caricias, el viento que sopla
Desde todas partes
Que baña el agua de las ilusiones.
Se abre el cielo
Bajan las aves y se transforman en reinas
Sus voces me ensueñan y desde mi centro
Desde todas mis extremidades
Desde lo que es en el tiempo
Quemo las fronteras
Me visto y me desvisto
Con trajes de otros que también son
Yo frente a un espejo
Yo de cara a mi cara
En las buenas maneras
Con el gusto de volver
Y seguir volviendo
Mientras algo se eleva por encima
De la niebla que impide ver
Las esperanzas sinceras
De este ahora, de mi carne levantada,
De la sangre que recorre los senderos
De los días que vienen con las olas
Del mar que fertiliza la arena.
Donde pongo un grito que recorre todos los vientos
En mi pecho las caricias, el viento que sopla
Desde todas partes
Que baña el agua de las ilusiones.
Se abre el cielo
Bajan las aves y se transforman en reinas
Sus voces me ensueñan y desde mi centro
Desde todas mis extremidades
Desde lo que es en el tiempo
Quemo las fronteras
Me visto y me desvisto
Con trajes de otros que también son
Yo frente a un espejo
Yo de cara a mi cara
En las buenas maneras
Con el gusto de volver
Y seguir volviendo
Mientras algo se eleva por encima
De la niebla que impide ver
Las esperanzas sinceras
De este ahora, de mi carne levantada,
De la sangre que recorre los senderos
De los días que vienen con las olas
Del mar que fertiliza la arena.
Donde pongo un grito que recorre todos los vientos
lunes, octubre 01, 2007
Cusco
Llegamos a Cusco la tarde de un sábado. Después de encontrar un alojamiento incómodo, por no decir también inseguro, caminamos por la ciudad.
Como no teníamos rumbo, recorrimos callejuelas de piedras brillantes por el uso, plazas de rápidos vientos fríos y varias cantinas. Recorrimos los cerros y las tiendas, y el cielo se oscureció. Durante un momento no comprendimos que nos rodeaba una soledad extrema en un lugar desconocido. Nos detuvimos a fumar algo. Aparecieron entonces dos taxis. Les ofrecimos la mitad de lo que nos pedían por llevarnos a nuestro hotel. Aceptaron. Nos dividimos en los dos autos y surcamos la noche plateada y oscura de Cusco.
En las plazas del centro de la ciudad me había llamado la atención la tenue luz de las farolas que las iluminaban con la pureza de la luna. Las piedras aparecían, antiguas y remotas, por la voluntad del pabilo que iluminaba por aquí y por allá de la mano del viento. La penumbra mantenía vivos los espíritus ancestrales.
Cuando el recorrido se volvía más largo de lo que esperaba, y luego de advertir que la iluminación era diferente, supe que podíamos estar en cualquier punto de esta grandiosa ciudad. Sentimos miedo.
Poco tiempo después nos encañonaron con sendos revólveres mientras nos quitaban los objetos de valor. Yo, ebrio como estaba, me envalentoné y desarmé al que me estaba apuntando. No tuve tiempo para desarmar al otro. Nos robaron todo. Yo fui el único que murió.
Como no teníamos rumbo, recorrimos callejuelas de piedras brillantes por el uso, plazas de rápidos vientos fríos y varias cantinas. Recorrimos los cerros y las tiendas, y el cielo se oscureció. Durante un momento no comprendimos que nos rodeaba una soledad extrema en un lugar desconocido. Nos detuvimos a fumar algo. Aparecieron entonces dos taxis. Les ofrecimos la mitad de lo que nos pedían por llevarnos a nuestro hotel. Aceptaron. Nos dividimos en los dos autos y surcamos la noche plateada y oscura de Cusco.
En las plazas del centro de la ciudad me había llamado la atención la tenue luz de las farolas que las iluminaban con la pureza de la luna. Las piedras aparecían, antiguas y remotas, por la voluntad del pabilo que iluminaba por aquí y por allá de la mano del viento. La penumbra mantenía vivos los espíritus ancestrales.
Cuando el recorrido se volvía más largo de lo que esperaba, y luego de advertir que la iluminación era diferente, supe que podíamos estar en cualquier punto de esta grandiosa ciudad. Sentimos miedo.
Poco tiempo después nos encañonaron con sendos revólveres mientras nos quitaban los objetos de valor. Yo, ebrio como estaba, me envalentoné y desarmé al que me estaba apuntando. No tuve tiempo para desarmar al otro. Nos robaron todo. Yo fui el único que murió.
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