LA SOLEDAD NO EXISTE
Hombre injusto que no miras.
Lanzas piedras a los ríos, a los cielos, a las ramas
tus pupilas se tragan tu reflejo, lo esconden de tus garras.
¡Enternecedor miedo el tuyo!,
eclipsa a los profundos sueños olvidados.
Las frenéticas revelaciones de tu cuerpo,
de ese cuerpo que se eleva sin forma hacia los árboles,
que pasea por sobre el viento,
que mira de soslayo a su espalda,
que dibuja carretas etéreas con suspiros,
se disimulan en la tenue torpeza del ojo cerrado.
Aparecen las revelaciones de tu cuerpo
delineadas en los cuartuchos azules
de tus desterradas noches astrales.
No declinas, amargado, y no renuncias a tus aires,
te aferras a tu soledad inventada, la que sostienes
sobre los profanados templos de tu ensueño,
de tu patética quimera que te veda,
que te rescata de la firme apatía frente a la muerte.
No renuncias a los laureles de la soledad,
a la nobleza de sufrir a diario
al trabajo profundo de mentirle al espejo.
Día tras día los otros te desprecian: ocultas la risa
Noche tras noche tiras las cobijas: la emoción se te desborda en silencio
Cada tarde, en el crepúsculo, no piensas en nada:
te ves y no te reconoces, te sientes y tiras piedras al cielo
El diablo susurra en tu oreja,
te seduce con la música que hacía bailar a Dios,
decides creerlos, loarlos y odiarlos
y tus pupilas se tragan tu reflejo,
lo esconden de tus garras,
de tus vanidosas garras.
jueves, octubre 12, 2006
lunes, octubre 09, 2006
EL RENUNCIANTE
Abrió los ojos. En seguida trato de censurar los recuerdos, la orgullosa rutina de reconocerse a él mismo dentro del armario, en el espejo, en la memoria. Su único par de zapatos, la peinilla y el tiple, el eco de sus pasos que poco a poco se iban devorando a ellos mismos. Las uñas largas, los callos en la palma izquierda y la sangre en la derecha. La ropa azul, las piedras y los símbolos. Todo empezó a confundirse en la sonrisa eterna del que no aspira a nada más que a olvidarse de su triste figura.
Alrededor vio fibras, solamente fibras sin un orden racional, desbocadas para los ojos distraídos, marchantes para los ambiciosos. Todo el imperio que había construido empezó a rechazarlo, a verlo como un ser despreciable, desalineado del orden que lo había jerarquizado. Entró al agua y se llenó el pelo de tierra, las manos y la cara las cubrió de un fango que no significaba nada para su forma de ver el mundo.
Poco a poco se acercó a los oídos de los que antes amaba, repartió pocas palabras, recibió pocas caricias. Cada uno de los que lo oyeron terminaron inmersos en una reunión lacerante en contra de ellos mismos. Nadie podía creer que había llegado el día en el que iba a desaparecer de sus vidas. La emoción revoloteaba en el ambiente, era casi imposible para ellos ocultar la felicidad de verlo desaparecer y el dolor que iba a provocar su ausencia.
Entender es a veces una vanidad dijo, entender es querer apuñalar a tu propia sombra dijo. Todos sabían que era libre desde hace mucho y nadie hizo nada para detenerlo. Apenas un niño que no pudo ocultar sus lágrimas diciendo que extrañaría sus letras, sus palabras, sus canciones. En el umbral de la puerta se detuvo, recogió algo del suelo y volteó la mirada, encendió un fósforo y lo sembró aún con fuego. Rió. Nadie entendía por qué había entrado ni nadie estaba seguro de por qué se iba, nadie tenía claro lo que había pasado durante esos largos años.
Antes de dar la vuelta por última ves gritó que el tiempo es un acordeón, que lo olviden y que no lo invoquen, les recordó que la primera niña en verlo entrar fue la que predijo su destino. Ahora esa niña es una niña anciana, corrompida y purificada por el fuego. Ahora esa niña está en la casa haciendo las tortillas para todos. Ya se despidieron, ella no lloró y él no rió, todo fue como debía ser. Ambos seguirían soñándose y teniéndose miedo.
Lejos de todos, el hombre subió a un árbol, contó las hojas de una rama y pensó en su última metáfora. Ahora los vínculos perdieron su sentido, como cuando repites una palabra muchas veces. Miró hacia arriba y un adios fue lo último en decir.
sábado, octubre 07, 2006
I
Yo que he sido tantos hombres
nunca he sido aquel en cuyo abrazo
desfallecía Matilde Urbach
J.Borges
Mil trescientos setenta y cinco rostros seducidos
dos mil setecientos cincuenta muslos intactos,
el vagabundo apresura el paso de la ciudad gris más hermosa i paidófila del mundo. "Aquí ya no hay mujeres para ti", pisoteaste el cuerpo amado como la bronca de la última colilla,
escarnio del cadáver que encierra la sospecha de los signos desteñidos que encontraste en todo el resto.
Una mujer tiene mil trescientos setenta y cinco formas multiplicadas,
todos los verbos, caras y gestos
se hallan en una esquina por la que no se atreve a pasar
en el silencio esquivo de todo fuego que se apaga
en una clepsidra escandalosa
en una sola presbicia,
el caminante, estatua mal dibujada de Caspicara, no transgrede a la noche, inocente la desnuda, le muestra el tugurio y sus dolientes fervorosos.
"Toda posesión es desapropiarse", una queja del orgullo adquirido, proporcional al número de muertes por las que atraviesas; dejar para ser.
Perdido atemporal, incapaz como Homero de una sola página nueva, amante del plagio, el vagabundo no puede traicionar a su soledad, recorre las calles como si fueran cuerpos, tullido y ciego imagina gemidos como
el Monumental en llamas
el Puente Roto roto en serio,
Quito sin frío,
Firenze senza Duomo,
el poema enterado del mutismo de las cosas.
nunca he sido aquel en cuyo abrazo
desfallecía Matilde Urbach
J.Borges
Mil trescientos setenta y cinco rostros seducidos
dos mil setecientos cincuenta muslos intactos,
el vagabundo apresura el paso de la ciudad gris más hermosa i paidófila del mundo. "Aquí ya no hay mujeres para ti", pisoteaste el cuerpo amado como la bronca de la última colilla,
escarnio del cadáver que encierra la sospecha de los signos desteñidos que encontraste en todo el resto.
Una mujer tiene mil trescientos setenta y cinco formas multiplicadas,
todos los verbos, caras y gestos
se hallan en una esquina por la que no se atreve a pasar
en el silencio esquivo de todo fuego que se apaga
en una clepsidra escandalosa
en una sola presbicia,
el caminante, estatua mal dibujada de Caspicara, no transgrede a la noche, inocente la desnuda, le muestra el tugurio y sus dolientes fervorosos.
"Toda posesión es desapropiarse", una queja del orgullo adquirido, proporcional al número de muertes por las que atraviesas; dejar para ser.
Perdido atemporal, incapaz como Homero de una sola página nueva, amante del plagio, el vagabundo no puede traicionar a su soledad, recorre las calles como si fueran cuerpos, tullido y ciego imagina gemidos como
el Monumental en llamas
el Puente Roto roto en serio,
Quito sin frío,
Firenze senza Duomo,
el poema enterado del mutismo de las cosas.
miércoles, octubre 04, 2006
DIVAGACIONES
Es mi templo la noche, es la luz su elemento
Desenvuelvo mi pena, las palabras sin centro sirven de poco,
mis pasos siguen el cauce del Cócito, de regreso.
Pasos ligeros, desapegados del posible retumbar de sus huellas.
La resonancia que me guía sale de mi centro –
Ríos vibrantes de sensaciones fuertes,
ritos malditos ante ojos rotos,
cielos inventados en las noches grises,
surcos labrados recién logrado
el efímero resurgir de la vena que conecta todo,
surcos que hacen de la mierda, dulce metáfora
hacen que la mierda torne en el esplendor de la mariposa
con sus dispersos aleteos de aroma café-chocolate.
Esa resonancia indica a mi destino como escondido.
Escudo de talante invisible acompaña al dolor de mi endeble existencia,
y su macilento vaivén que convierte a todo en arcano ambigüo,
lleno de todo, de arriba y de abajo, con más de dos centros.
Círculo encerrado en su propio mito,
velos que encubren tanto dolor,
nubes que dilatan los colores del aura,
vientos que descascaran la costra de las alas.
Miles de serpientes translucidas revolotean en mi centro,
haciéndome parte del tan consagrado caos.
Días de borracheras con botellas.
Días con resacas de cartón.
Espirituosas tardes perdidas en el arquetipo de la embriaguez.
Endemoniados ceños cegados por el resplandor de los cuerpos.
Glorias mínimas de los tristes.
Laureles negros de los que triunfan
a costa de mirarse en el espejo y no reconocer lo que esconden.
Noches saladas, horizontales, calientes hasta el daño.
Noches frías, abrazadas del velo de agua
que flota en el aire como ropón de madre.
Noches en las que se extraña el rojo de la sangre.
Noches en las que el dinamo del alma
nos hace recorrer los rincones de la ciudad, o los de la Montaña en la ventana.
El cuerpo divaga, igual que las penas,
las serpientes van y vienen en los sueños,
las pesadillas cobran una especial insignificancia frente al miedo,
el miedo resurge de las cenizas de la infancia.
La espada se forja en el calor de la ira,
en las memorias difusas del rencor
¡El odio es el relieve de tantas cosas!
¡El ácido del corazón desvanece todo!
El cuerpo divaga, junto a la lengua, junto a la mente,
la personalidad es una mascara mutable
Condición extraña la de los cuerpos
necesitados de la invisible luz para dejarse ver
y de sus notorias figuras para esconderse
detrás de la ilusión perpetua de lo palpable.
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