lunes, octubre 09, 2006

EL RENUNCIANTE



Abrió los ojos. En seguida trato de censurar los recuerdos, la orgullosa rutina de reconocerse a él mismo dentro del armario, en el espejo, en la memoria. Su único par de zapatos, la peinilla y el tiple, el eco de sus pasos que poco a poco se iban devorando a ellos mismos. Las uñas largas, los callos en la palma izquierda y la sangre en la derecha. La ropa azul, las piedras y los símbolos. Todo empezó a confundirse en la sonrisa eterna del que no aspira a nada más que a olvidarse de su triste figura.

Alrededor vio fibras, solamente fibras sin un orden racional, desbocadas para los ojos distraídos, marchantes para los ambiciosos. Todo el imperio que había construido empezó a rechazarlo, a verlo como un ser despreciable, desalineado del orden que lo había jerarquizado. Entró al agua y se llenó el pelo de tierra, las manos y la cara las cubrió de un fango que no significaba nada para su forma de ver el mundo.

Poco a poco se acercó a los oídos de los que antes amaba, repartió pocas palabras, recibió pocas caricias. Cada uno de los que lo oyeron terminaron inmersos en una reunión lacerante en contra de ellos mismos. Nadie podía creer que había llegado el día en el que iba a desaparecer de sus vidas. La emoción revoloteaba en el ambiente, era casi imposible para ellos ocultar la felicidad de verlo desaparecer y el dolor que iba a provocar su ausencia.

Entender es a veces una vanidad dijo, entender es querer apuñalar a tu propia sombra dijo. Todos sabían que era libre desde hace mucho y nadie hizo nada para detenerlo. Apenas un niño que no pudo ocultar sus lágrimas diciendo que extrañaría sus letras, sus palabras, sus canciones. En el umbral de la puerta se detuvo, recogió algo del suelo y volteó la mirada, encendió un fósforo y lo sembró aún con fuego. Rió. Nadie entendía por qué había entrado ni nadie estaba seguro de por qué se iba, nadie tenía claro lo que había pasado durante esos largos años.

Antes de dar la vuelta por última ves gritó que el tiempo es un acordeón, que lo olviden y que no lo invoquen, les recordó que la primera niña en verlo entrar fue la que predijo su destino. Ahora esa niña es una niña anciana, corrompida y purificada por el fuego. Ahora esa niña está en la casa haciendo las tortillas para todos. Ya se despidieron, ella no lloró y él no rió, todo fue como debía ser. Ambos seguirían soñándose y teniéndose miedo.

Lejos de todos, el hombre subió a un árbol, contó las hojas de una rama y pensó en su última metáfora. Ahora los vínculos perdieron su sentido, como cuando repites una palabra muchas veces. Miró hacia arriba y un adios fue lo último en decir.

3 comentarios:

Cristina Arboleda dijo...

Que bestia loquito, este cuento me estremecio... para bien y para mal jaja.. tiene de esa belleza sublime que aterroriza, y a veces me sorprende como nos conectamos a traves de esta actividad absurda y totalmente necesaria. ahi estamos los dos, y quien sabe cuantos mas, pensando en la muerte, los destinos fugaces de los seres y los no-seres, en el adios. tal vez porque el adios es siempre una certeza.
un abrazo inmenso, no nos dejes todavia (es tonto, pero tenia que decirlo)

Anónimo dijo...

Fascinante como manejas la palabra para mover y estremecer el pensamiento, dejar un incertidumbre a lo inesperado, nada podría estar en el siguiente minuto. Muy bueno!

Unknown dijo...

ESta interesante, el tema y la atmosfera estan bien logradas (Creo, no juzgo) pero me queda un chance flojo la construcción de los personajes, él y la niña, parecerían fantasmas, pero no me creo que lo sean. El primer parrafo esta bello loko, la plena que gran inicio.