He visto morir a los seres determinantes de mi vida a distancias continentales,
pero eres tú quien me entrega la hoguera definitiva
para ser siempre el aliento de un ebrio atravesado
por todos los trenes fragmentados que tendrán que venir.
Celebraré la extinción del mundo
a mi manera austera de ver todo arder
desde esta eterna parálisis que narra mi miseria,
despojándome pacientemente
mientras el fuego arriba a las muletas,
a esta deserción permanente que soy.
Me mataré cuando pueda escribir que te he honrado.
No existe nadie que sostenga la fractura,
que equilibre las posibilidades
de memoria que me restas,
que intuya otra mácula
acumulada en la mirada,
el espanto que cruje al saber que nadie más
me deseara vivo como tú.
¿No hay motivo para el suicidio cuando
en tu vieja casa no queda ninguna voz
que conozca tu nombre?
El ruido del incendio
se extiende a lo lejos,
-yo siempre ausente de todo-
también de tu muerte,
haré del mundo una aldea de cadáveres,
para encontrarnos.
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