viernes, abril 27, 2007
renunciemos para no querer renunciar
tanta basura que hacemos por lo que creemos... Wilde dijo que no todo por lo que un hombre muere es necesariamente cierto ... y creo en eso. Damos la vida por lo que creemos, nos cortamos una mano si las cadenas nos ajustan demasiado, matamos si hay que hacerlo,morimos si debemos regar sangre para marcar territorio. La apatía y la mediocridad son palabras que suenan tan feo, que se les ve siempre de soslayo, con miedo a caer en ellas, pero sin embargo no dejan de ser rincones en los que el iluminado se refugia del mundo. No me malinterpreten, yo voy a morir por lo que creo, pero solamente kisiera no estar tan apegado a tantas cosas, kisiera ser un apático frente al dolor o un mediocre frente a la conkista o al amor o a la supuesta felicidad que andamos buscando. Kisiera tener una felicidad mediocre, no con 100 vacas, sino apenas cambiando leche por tomates, no con 100 poemas sino apenas leyendome entre mi hermanos, ustedes, los pocos que me leen y que verdaderamente me aprecian o me kachan o que se yo ... El humano es un animal inconforme, eso es lo que nos mueve, lo que nos motiva y lo que nos caga. Solamente kisiera no kerer nada, kisiera tener una apatia frente al espejo, cortarme estos pelos tan largos, meterme las uñas en las manos y arrancarme los parpados y la lengua. La poesía son puñales, que bueno que aun me guste ver como sangran nuestras almas, ver el dolor del esteban, los temblores del archer, la rabia del gordo... el mundo es una puta y nosotros somos clientes frecuentes del chow... aki habita la felicidad decia en los chongos griengos... yo creo que la felicidad habita en cortarnos todos los días algo de nuestro ser, desprendernos de algo valioso como yo me he desprendido en estos días, de mi propia piel, me la he arrancado y voy a botar esos cueros que me protegían de todo para sentir el viento, el sol la lluvia, para sentir todo como verdaderamente es, como algo que duele, que enseña y que da vida a traves de matarnos a diario... perdon por desahogarme aki, en este centro de estética..pero bueno, por ultimo y ya saben que me gusta la polemica y siempre ando dando la contraria... sigamos hermanos por el duro camino de vernos a nosotros mismos, de tratar de entendernos... cuenten con una mano si ya se han cortado la suya propia... salud y anarkia
jueves, abril 26, 2007
DESAPARECIDA
El cielo esta nublado; un tono opaco en las nubes anuncia la pronta tormenta. No recuerda la última vez que sonrió. Se siente encerrada entre concreto y luces; la ventana es muy corta; la calle, enorme, un río bravío que cruza el ganado de cíclopes, de ruedas y pedales, de focos que aparentan ser hoyuelos de una nariz larga y aplanada. Algo se retuerce en sus piernas, como un residuo, y la arrastra.
Adentro de un carro, tres hombres de caras borrosas escuchan la radio a alto volumen y en la calle algunas faldas se agitan, sobre la vereda. Quisiera odiarlos pero teme perder el tiempo: se pregunta por qué no es más fuerte; por qué no puede quitar su vista de ellos.
El techo es blanco y no le gusta. Mira el dibujo, pegado en la pared: la cima de una elevación. El frío entra por los pies descalzos y la cabeza que se confunde y pierde, como humo. Recuerda a las brujas que terminaban sus días con un salto; a la quebrada y de ahí, o las salvaba Satán, o las llevaba Dios para que paguen ¡Que digna muerte!, arriba el viento revelándose a las condenadas y fijando la trampa, abajo el público que, aunque siempre viera cómo el cuerpo se estrellaba y despedazaba entre las piedras, creía la ilusión, acostumbrado ya a la comedia.
Pero está entre paredes y un techo blanco. No puede huir: guardar la última pelea en el hogar; la de enfrentarse, para curar del hilo innombrable que hebra pesadillas, alucinaciones, convulsiones esporádicas. Después, cualquier cosa imaginable, mundos probables, todo promesas.
Llora, sentada en el suelo. Tiene miedo y lo transforma en ira, en rabia, niega lo que ve y siente. La respiración se hace lenta y la cabeza pesa. No podrá saltar; no hay fuego ni precipicio; no importa; no entiende qué le pasa; nada le pasa…
Más allá del techo un niño mira la televisión; una señora, sentada junto a una mesa, juega cartas; tres frutas y un queso maldicen del frío estúpido que los encierra. Llora y en el auto ríen. Tensa las manos y los brazos, e imagina aviones que colisionan entre las nubes. No puede respirar; un bebe muerto se ha atrancado en su pecho.
Cae de espaldas. La planta de los pies quema como una ampolla; arquea la espalda. Recuerda una cara no llegó a nacer, que sólo ella había conocido, que huyó y la raptó consigo. El piso la recibe, hueco. Cada convulsión, como descargas eléctricas que borran el cuarto, y la ventana, y la dejan sola, preciosa, la llevan a una montaña donde la esperan fantasmas de niños y madres, que repiten saltos al vacío y simulan estar vivos, y la reciben entre bailes, alegres de su regreso, mientras ella cae y ríe sin memoria
Adentro de un carro, tres hombres de caras borrosas escuchan la radio a alto volumen y en la calle algunas faldas se agitan, sobre la vereda. Quisiera odiarlos pero teme perder el tiempo: se pregunta por qué no es más fuerte; por qué no puede quitar su vista de ellos.
El techo es blanco y no le gusta. Mira el dibujo, pegado en la pared: la cima de una elevación. El frío entra por los pies descalzos y la cabeza que se confunde y pierde, como humo. Recuerda a las brujas que terminaban sus días con un salto; a la quebrada y de ahí, o las salvaba Satán, o las llevaba Dios para que paguen ¡Que digna muerte!, arriba el viento revelándose a las condenadas y fijando la trampa, abajo el público que, aunque siempre viera cómo el cuerpo se estrellaba y despedazaba entre las piedras, creía la ilusión, acostumbrado ya a la comedia.
Pero está entre paredes y un techo blanco. No puede huir: guardar la última pelea en el hogar; la de enfrentarse, para curar del hilo innombrable que hebra pesadillas, alucinaciones, convulsiones esporádicas. Después, cualquier cosa imaginable, mundos probables, todo promesas.
Llora, sentada en el suelo. Tiene miedo y lo transforma en ira, en rabia, niega lo que ve y siente. La respiración se hace lenta y la cabeza pesa. No podrá saltar; no hay fuego ni precipicio; no importa; no entiende qué le pasa; nada le pasa…
Más allá del techo un niño mira la televisión; una señora, sentada junto a una mesa, juega cartas; tres frutas y un queso maldicen del frío estúpido que los encierra. Llora y en el auto ríen. Tensa las manos y los brazos, e imagina aviones que colisionan entre las nubes. No puede respirar; un bebe muerto se ha atrancado en su pecho.
Cae de espaldas. La planta de los pies quema como una ampolla; arquea la espalda. Recuerda una cara no llegó a nacer, que sólo ella había conocido, que huyó y la raptó consigo. El piso la recibe, hueco. Cada convulsión, como descargas eléctricas que borran el cuarto, y la ventana, y la dejan sola, preciosa, la llevan a una montaña donde la esperan fantasmas de niños y madres, que repiten saltos al vacío y simulan estar vivos, y la reciben entre bailes, alegres de su regreso, mientras ella cae y ríe sin memoria
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