El cielo esta nublado; un tono opaco en las nubes anuncia la pronta tormenta. No recuerda la última vez que sonrió. Se siente encerrada entre concreto y luces; la ventana es muy corta; la calle, enorme, un río bravío que cruza el ganado de cíclopes, de ruedas y pedales, de focos que aparentan ser hoyuelos de una nariz larga y aplanada. Algo se retuerce en sus piernas, como un residuo, y la arrastra.
Adentro de un carro, tres hombres de caras borrosas escuchan la radio a alto volumen y en la calle algunas faldas se agitan, sobre la vereda. Quisiera odiarlos pero teme perder el tiempo: se pregunta por qué no es más fuerte; por qué no puede quitar su vista de ellos.
El techo es blanco y no le gusta. Mira el dibujo, pegado en la pared: la cima de una elevación. El frío entra por los pies descalzos y la cabeza que se confunde y pierde, como humo. Recuerda a las brujas que terminaban sus días con un salto; a la quebrada y de ahí, o las salvaba Satán, o las llevaba Dios para que paguen ¡Que digna muerte!, arriba el viento revelándose a las condenadas y fijando la trampa, abajo el público que, aunque siempre viera cómo el cuerpo se estrellaba y despedazaba entre las piedras, creía la ilusión, acostumbrado ya a la comedia.
Pero está entre paredes y un techo blanco. No puede huir: guardar la última pelea en el hogar; la de enfrentarse, para curar del hilo innombrable que hebra pesadillas, alucinaciones, convulsiones esporádicas. Después, cualquier cosa imaginable, mundos probables, todo promesas.
Llora, sentada en el suelo. Tiene miedo y lo transforma en ira, en rabia, niega lo que ve y siente. La respiración se hace lenta y la cabeza pesa. No podrá saltar; no hay fuego ni precipicio; no importa; no entiende qué le pasa; nada le pasa…
Más allá del techo un niño mira la televisión; una señora, sentada junto a una mesa, juega cartas; tres frutas y un queso maldicen del frío estúpido que los encierra. Llora y en el auto ríen. Tensa las manos y los brazos, e imagina aviones que colisionan entre las nubes. No puede respirar; un bebe muerto se ha atrancado en su pecho.
Cae de espaldas. La planta de los pies quema como una ampolla; arquea la espalda. Recuerda una cara no llegó a nacer, que sólo ella había conocido, que huyó y la raptó consigo. El piso la recibe, hueco. Cada convulsión, como descargas eléctricas que borran el cuarto, y la ventana, y la dejan sola, preciosa, la llevan a una montaña donde la esperan fantasmas de niños y madres, que repiten saltos al vacío y simulan estar vivos, y la reciben entre bailes, alegres de su regreso, mientras ella cae y ríe sin memoria
1 comentario:
los dos últimos párrafos te hacen estremecer.... y antes de poner cualquier otra huevada, mejor solo pongo que me gustó este cuento y ya...
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