Abro los ojos, no sé dónde estoy, de hecho, tardo unos segundos en recordar mi nombre. El cuarto está a oscuras, deben ser más de la tres de la madrugada. Sí, seguro lo son. Sudo. La veo a mi derecha. Viene la memoria.
Duerme, su brazo se ha pegado en mi pecho. La miro y parece que siente mi mirada, mueve la cabeza, como un reclamo, como diciéndome “deja dormir, no me veas”. Sonrío, es más bella a oscuras; su piel tiene algo, una fosforescencia particular. Bajo las sábanas, ella, sus piernas, la pelvis, el pubis salvador, resplandecen junto a mí. Su piel también suda y somos un solo sudor.
Me entran ganas de fumar. Allá en la chaqueta dejé los cigarros. Me estiro tratando de alcanzarlos. De manera instintiva me trae hacia ella; me aprieta en su abrazo. Alcanzo la chompa y tomo los tabacos al instante. Como un resorte vuelvo al lugar donde estaba. Ella se queja. Talvez no esté dormida; talvez estuvo despierta desde el principio y me veía dormir. Que sueño más críptico; así voy a terminar donde todos me advierten y yo me hago el sordo. Es bueno que haya sido un sueño y ahora ella esté aquí; es un alivio, aunque probable es que éste sea el sueño y las voces, y la oscuridad que me asfixiaba, sean la realidad.
Debe serlo.
Aquí esta oscuro, también, pero es otro tipo de oscuridad: es una tibieza de oscuridad que acaricia mi cuerpo, que intima conmigo y me une con ella, a mi lado derecho, dormida o espiando a ver que hago. Es una oscuridad que acompaña, que alberga estas paredes y esta cama; es algo físico. El sueño iba más lejos, tengo la impresión; como siempre al despertar uno sólo recuerda las partes más compartibles, digamos lo que pasa la censura del policía interno que llevo, y tengo la impresión de que hubo mucho más: más información, más dolor, más angustia. Por esa razón es bueno despertar; escapamos así de mundos que nos aprisionan en el sueño, indefensos sin el cuerpo, sin la protección de estar juntos, solos, allá quién sabe dónde. Es bueno que esta oscuridad no sea aquella. Es bueno su cuerpo y su olor pegados a mí. Es bueno ser yo en este momento que recuerdo que soy algo y no me he perdido aún en mi mente.
Enciendo un fósforo: la llama se ondula primero, azul y dulce, crece de súbito, se va tornando verde y comienza a bailar. Luego rojamente. Rojamente sí. Ella es humo. Es este humo que sube al techo, que quizá lo atraviese, brillando en la noche, dentro del cuarto, en mi brazo libre, pues el otro está atrapado y no lo siento, en mis dedos que llevo a la boca y aspiro una bocanada áspera.
De alguna manera ambos lo sabíamos desde que abrió la puerta y entré; de alguna manera lo sabíamos mucho antes y lo callábamos para no arruinar el momento en que ocurriese.
- Pasa, está frío afuera – estaba todo mojado, llovía y las dos esquinas que caminé de la parada a la puerta me habían empapado hasta dentro de la nariz.
Se dio la vuelta y subió las escaleras. La seguí y entramos por una puerta ancha. La casa era vieja y bien podía servir para un cuento de fantasmas y duendes: las paredes altas, el piso de madera sobre el que crujían las pisadas. Me pasó un cenicero, donde dejé la colilla del cigarrillo mojado, y encendió uno. El saludo era casi formal:
- Ésta es mi casa – dijo señalando las cuatro paredes – pequeña pero tengo todo.- Pasé la mirada: la cama junto a la pared; al fondo, unos cojines en la esquina; del otro lado, un gran aparador donde guardaba un juego de tazas junto a los libros que había podido robar de la casa de sus padres; en el piso una cafetera negra era la carnada que me había traído hasta aquí y una mesita junto a la cama.
Me regresa ver, mojado.
- ¿Quieres una toalla?
- Sí, gracias. Está linda la casita, para qué más – le digo a su espalda mientras abre una puerta y toma una tolla del ropero.