Silencioso, desenvuelvo mi pena
acabados los dos segundos que me harían libre.
Opto por el descabellado intento de volar hacia abajo.
Los cristales marcan las huellas de mis pasos:
divagaciones póstumas de un niño que no quiso crecer
anhelos vírgenes de un anciano con miedo.
Marcas indescifrables de lo que es estar atado
a la rueda imperecedera del tiempo
y sus colmillos afilados sobre las esperanzas de los tristes.
Huellas que dejan en mis suspiros
llagas perversas, alojadas en las arrugas de mis ojos
arrugas que delatan la macilenta fuerza de mis manos,
manos que esconden un secreto,
que surcan con música en el aire gris que nos corroe
Discreta contemplación del que tiene miedo de asomarse,
y se ve arrodillado frente a él mismo
agotado por tratar de escapar,
harto de querer dejar un cuerpo cansado de sostenerse
sobre ideas vanas, que lo definen como siervo
Un niño triste busca nuevos laberintos, ya no grises ni azules.
Las luces que lo cegaron ya no llaman a su instinto.
Niño triste que aprendió el arte de caminar en los bosques
viendo siempre, firme, hacia una estrella,
solo una, siempre la misma, la que posiblemente esté muerta
La esperanza es lo primero que un hombre libre deja a un lado.
La espera deja de ser una mujer vestida de negro
ve con odio a la leche, con odio mira el suelo
Niño que aprendió a defenderse
gracias al sempiterno arte de odiarse a él mismo
Palabras que no encuentran un caracol
por donde caer libres hacia el centro,
palabras que no encuentran defensas,
escudos lanzados al fuego
el agua fría que lo oxida todo
Nadie sabrá entender
lo que un hombre hace por perderse…